Nací el 28 de agosto de 1927, la séptima hija de ocho que tuvieron mis padres, Teniente Coronel Manuel Elizondo Cadena y Laurentina Cadena Boone. Me bautizaron con el nombre de Dolores, y mis hermanos mayores se llamaban Amparo, Juan Manuel, Enrique que murió siendo un bebé de pocos meses, Margarita Elena, Héctor, Hilda Gloria (8 años menor que Héctor y un año y medio mayor que yo), y el más pequeño de todos que fue mi hermano menor Luis Aquiles.
Por los muchos años que había entre Héctor y Gloria, la llegada de ella fue motivo de alegría, y fue la reina y consentida de la casa hasta el momento en que llegué yo a formar parte de la familia. Decía mi madre que yo había nacido después de diez meses de su embarazo y de una gran preocupación por esta causa. “Es la única cuenta que les sale mal a las mujeres”, decía ella. Y es que en esos tiempos no había los adelantos técnicos que ahora tienen los médicos, como los ecos y tantas otras cosas más que hoy ayudan a que el bebé se desarrolle bien o se pueda detectar cualquier anomalía.
A pesar de los diez meses pasados en el vientre de mi madre, nací desnutrida. Ella decía que yo tenía cara de viejita, pero con sus cuidados fui “agarrando cuerpo” y componiéndome. Los cuidados que siempre se dispensan a los recién nacidos hicieron que mi hermana Gloria se pusiera celosa de mi llegada, y cuando yo empecé a caminar ella me empujaba y yo caía al suelo. Mi tío Clemente Gutiérrez, tío de mamá, pasaba unos días en la casa como lo hacía con frecuencia, pues venía desde San Buenaventura, Coah. para arreglar algún negocio. Él se daba cuenta de lo que Gloria hacía conmigo y se enojaba mucho por eso, diciéndole a mi mamá que a mi hermana la tenían muy consentida. Mi hermano Luis nació al año tres meses después de mí, y entonces como que la situación se equilibró para ceder el reinado al hermano menor.
Los recuerdos de mi infancia empiezan viviendo en la calle Espinosa entre Zuazua y Arista, en el centro de Monterrey. Mi padre trabajaba en la Tesorería Municipal de Monterrey como cajero recaudador, siendo el Presidente Municipal en ese tiempo el Lic. Antonio García González. En la escuela Tipo Federal (que así se llamaba), mi hermana Gloria y yo cursamos no recuerdo ahora si fueron uno o dos años de Kinder -así se conocían entonces esas escuelitas, y luego se cambió el nombre a “Jardín de Niños”.
Como en un sueño vago, recuerdo ubicado frente a mi casa el “Teatro Juárez”, a donde venían compañías de México a presentar grandes obras de grandes autores: dramas, comedias, etc. Mi hermana Elena era asidua asistente al teatro y conoció a varios artistas. Luego, un día se quemó completamente el Teatro, quedando desafortunadamente sin trabajo muchas personas que ahí laboraban, entre ellas un joven llamado Alfredo Zamora, venido a Monterrey desde Anáhuac, N.L., a buscar trabajo. Él conocía muy bien a Elena y le pidió hablar con mis padres para ver si le permitían quedarse en la casa por unos días mientras se resolvía la situación en el Teatro. Mis padres consintieron, y Alfredo ayudaba a mi madre en los quehaceres de la casa, haciendo mandados y cuidando a Gloria, a Luis y a mí; nos llevaba al centro a pasear y a las matinés del cine Zaragoza, ubicado precisamente en las calles de Zaragoza y Washington. Había pedido quedarse unos días, los cuales se alargaron hasta juntar tres años.
Uno de los mejores recuerdos de esos años es La Plaza del Chorro, que a mis ojos de niña era una cosa espectacular y maravillosa, con las fuentes de aguas de diferentes colores que subían y bajaban formando arco-iris diminutos. Mi madre nos llevaba por las tardes al caer el sol, a la placita que estaba, y posiblemente siga ahí, en la calle de Treviño entre Zuazua y Dr. Coss.
Después de jugar un buen rato, pasábamos a visitar y saludar a mi abuela Manuelita, mamá de mi papá, que vivía a una cuadra de distancia.
De la casa de Espinosa nos cambiamos a una en la calle de Villagrán, entre 5 y 15 de mayo, a cuadra y media de la Alameda. Mi madre nos matriculó a Gloria y a mí, el año de 1933 para cursar el primer grado, en la escuela “Fernández de Lizardi” ubicada a 5 ó 6 cuadras de la casa, por lo cual íbamos y regresábamos a pie. En las tardes, después de salir de la escuela y de haber hecho la tarea, así como todos los sábados y algunos domingos, nos íbamos a la Alameda a patinar, a pasear en bicicletas, a los juegos fijos que ahí había, resbaladeros, pasamanos, columpios, sube y baja, la ola, en fin… todo para divertirse sanamente y hacer ejercicio físico que nos ponía mejillas coloradas y muchas sonrisas en los ojos y en los labios, aparte de raspones en las rodillas.
Mi padre seguía trabajando para el Ayuntamiento, pero le habían asignado un puesto de más responsabilidad al nombrarlo Comisario de Policía. Su oficina estaba en la penitenciaría situada por la calle Aramberri frente a la Alameda, lo cual facilitaba mucho el que cuando íbamos a jugar y nos faltaba dinero para golosinas, nada más atravesábamos la calle e íbamos con mi papá a pedirle dinero, el cual siempre nos daba no sin antes hacer con su voz fuerte y autoritaria la consabida pregunta ¿sabe tu mamá que andan aquí? ¿Le pidieron permiso? y le decíamos que sí, pues nunca salíamos de la casa sin el permiso de ella, que siempre sabía en dónde estábamos o a dónde íbamos.
Esta buena costumbre y regla familiar daría frutos excelentes en un episodio extraordinario en la historia de mi familia, el cual sucedió antes de que yo naciera ,y que pertenece a un pasaje de la vida de mi hermana Elena. Cuando ella cursaba el tercer año de la escuela primaria y tenía o iba a cumplir 8 años, una compañera de clases que era muy su amiga, llamada Juanita Flores, enfermó de algo y mi hermana iba a visitarla. A los pocos días de eso, mi mamá encontró a Elena muy afanosa picándose un pie con la punta de un seguro. ¿Qué estás haciendo?, pregunta. “El otro día me enterré una espina en el pie, y estoy sacando con el seguro la tierra que quedó en el agujerito”. Deja de hacerlo, dice mi madre. Elena dejó de hacerlo, pero al ver que el pie le había sangrado un poco con el seguro, se levanta, humedece un trozo de tela, se amarra el pie con el lienzo mojado y se va a dormir como todos.
Al día siguiente, en la mañana temprano llega Dante Decanini “de pasadita”, como él decía, rumbo a la Escuela de Medicina donde era estudiante. Venía como casi todos los días a ver cómo habían amanecido en mi casa, pues era vecino y existía una gran amistad entre su familia y la de mis padres. Pregunta por Elena y mi madre le dice “todavía no se levanta, y se me hace raro. Por favor ve y asómate a su cuarto a ver qué le pasa”. Encuentra a Elena despierta pero muy asustada; no podía hablar y tenía las quijadas intrincadas. Regresa Dante a la cocina y le dice a mi mamá lo que pasaba, “puede ser el mal del tétanos o mal de arco por los síntomas. Estoy llevando esa clase en la escuela. Iré por el Maestro” No pasó mucho tiempo sin que llegaran. Cuando el doctor revisa a Elena confirma que era el mal del tétanos, debido a la espina enterrada, o a haberse escarbado con el seguro y ponerse la tela mojada después que le sangró y haberla dejado puesta toda la noche. El doctor mandó traer una inyección y se la aplicó a la enferma. A los pocos minutos Elena empezó a convulsionarse y el doctor dice “fue a muy a tiempo la aplicación de la inyección”. Recomendó mantener el cuarto con poca luz, hablar en voz baja y mucho silencio, pues el solo hecho de que algo cayera al piso, el ruido hacía entrar a Elena en convulsiones.
En el transcurso de la enfermedad de Elena, su amiga Juanita Flores muere y el doctor recomienda no decirle nada a ella. Pasan luego dos meses en los cuales la enfermedad no desaparecía. Elena empeora y se hace venir al doctor, quien la revisa, está con ella unos minutos y le dice luego a mi madre que su hija ha muerto; mi madre sale al patio de la casa y se pone a llorar. El doctor se lava las manos, arregla y recoge sus cosas y se va. Todo lo anterior transcurre en un lapso de 4 ó 5 minutos.
Una vecina se había quedado con Elena en el cuarto, y de pronto ve que mi hermana, a quien el doctor había declarado muerta, empieza a respirar muy agitada, como alguien que ha caminado mucho. La vecina le pregunta si se siente bien, y Elena, con voz de quien está muy cansada responde: “sí… estoy muy cansada… vengo de caminar mucho, por un lugar muy bonito, lleno de flores… ahí me encontré a Juanita Flores, mi amiga” (Elena no sabía que Juanita había muerto) “me cogió de la mano y me dijo que fuera con ella… caminamos juntas un buen rato, pero yo oía que mamá lloraba y me acordé que no le había pedido permiso para ir allá, así que le dije a Juanita que me iba a regresar. Juanita me insistía en que siguiéramos delante, pero yo le dije que no traía permiso y mejor me devolví”. La vecina salió a buscar a mi mamá y le dice que Elena está bien. Salen a alcanzar al doctor y éste se regresa. Le pone una inyección a la enferma y de ahí en adelante Elena se fue restableciendo poco a poco, pues tenía 8 años, pero tuvo que gatear unos meses antes de poder caminar de nuevo en dos pies. Con el tiempo, Elena comentaba “qué bueno que soy obediente con mamá. Si estuviera acostumbrada a irme o salirme sin permiso, no hubiera regresado. No estaría aquí platicando esto”.
Era el año 1933. Vivíamos en la casa de Villagrán y a mi padre le iba muy bien. Los domingos siempre recibíamos dinero para gastarlo en lo que quisiéramos. A veces nos íbamos por la mañana a la matinée al cine “Nacional” que estaba por Villagrán, y en las tardes nos llevaban a pasear a La Huasteca y a las aguas termales del Topo Chico a donde acudía mucha gente; íbamos al Tepehuaje y a muchos lugares tan distantes todos, que para ir teníamos que dedicar todo el día, por lo cual salíamos temprano en la mañana y regresábamos al atardecer. Eres época buena para la familia; teníamos carro y lo manejaba el chofer, además había en la casa dos o tres sirvientas que se encargaban de todo el arreglo de la casa, en especial una de ellas con la cual nos encariñamos mucho, y a la que por estar muy pasada de peso le llamábamos familiarmente Margarita la Gorda. Ella estaba siempre con nosotros en la casa, pero iba con frecuencia a visitar a su familia en La Fama, N.L., de donde ella era. Recuerdo también que yo pedía permiso a mi mamá de ir con Margarita y me dejaban ir pasando unos fines de semana felices recorriendo las huertas, arroyos y canales pequeños de agua a los que llamaban “usos”, creo que porque de allí se surtían de agua las casas para los diferentes “usos” domésticos que se le daban al líquido. A veces no eran días sino semanas las que pasaba allá, cuando eran vacaciones de la escuela.
Los recuerdos de la casa de Villagrán son de los más intensos de mi niñez, porque pertenecen a hechos extraordinarios ocurridos mientras vivimos ahí. Son vivencias de esas que difícilmente se olvidan aunque pasen los años. Pasaban cosas raras en esa casa. Se oían ruidos indefinidos y a veces se oía que golpeaban las paredes como si estuvieran clavando alguna cosa. En una de esas veces mi hermana Elena fue a preguntarle al vecino Don Nicolás, que era sastre, si él estaba clavando algo. El vecino le dijo que él no era el del ruido, y se puso a platicarle que ellos ya sabían que pasaban todas esas cosas, que se oía como si un trastero se viniera abajo rompiéndose toda la loza que guardaba, platos, tazas, vasos, etc.; también se oían cadenas que arrastraban y otras cosas más (lo mismo que oíamos nosotros dentro de la casa) Don Nicolás le contó que debido a todo lo que sucedía, las personas que rentaban esa casa no duraban mucho en ella.
Una tarde, empezaba a oscurecer y estábamos todos en el comedor en la merienda. Hago un paréntesis para describir la casa, que tenía un porche grande, a un lado la sala, distribuidas tres recámaras y detrás de ellas y a lo ancho de la casa, detrás de las recámaras, estaban el comedor y la cocina, pudiendo salir por cualquier de los dos hacia un patio de 10 metros de ancho y 4 de largo, con unos escalones grandes para bajar luego al traspatio. Este traspatio tenía una cerca de piedra, hecha de lajas puestas una sobre otra, y en la esquina al fondo del traspatio había un zapote, árbol frondoso y grande al cual estaba amarrado con una cadena fuerte, un perro guardián para protección de la casa.
Y como decía antes, estando todos en el comedor de la casa, se oyó que la cerca se venía abajo con un estruendo pavoroso; se había caído y el perro que estaba amarrado al árbol emitía unos ladridos fuertes y aullaba; al oír eso nos levantamos de la mesa y mi madre dijo: “alguien que se quiso brincar y se le cayó la cerca encima”. Fuimos todos corriendo hacia el traspatio, y ¡oh sorpresa! la cerca estaba intacta, pero el perro había reventado la cadena con la que estaba sujeto y había brincado al otro lado. Nos regresamos al comedor sin llegar a saber qué era lo que había pasado.
En otra ocasión, estando en la cocina mi mamá y nosotros, escuchamos llorar a un bebé, y el llanto venía de esa misma esquina al fondo del traspatio. El llanto era fuerte y mi mamá dijo “a lo mejor alguien dejó a una criatura ahí”, mi madre pensó eso porque la cerca medía un metro o más de alto. Gloria, Luis y yo, los más chicos, curiosos como todos los niños, acompañamos a mi hermana Elena que llevando en la mano una linterna de baterías iba alumbrando el camino por donde íbamos, bajamos los escalones al traspatio pero, cosa curiosa, a medida que nos íbamos acercando a la esquina de donde provenía, el llanto del bebé se fue dejando de escuchar, y cesó por completo cuando llegamos al lugar preciso. Como no encontramos ningún bebé, empezamos a regresar a la casa, pero conforme nos alejábamos empezaba el llanto del bebé que se iba haciendo más fuerte entre más nos retirábamos. Con todo y eso, seguimos viviendo en esa casa.
Pasó el tiempo, y en unas vacaciones de la escuela mi mamá y mi papá nos llevaron a Gloria, a Luis y a mí a Tampico. Los demás se quedaron en la casa ocupándose cada quién de lo suyo, y Elena a cargo de la casa. Una tarde, ella y Margarita la Gorda fueron al traspatio a escarbar y traer tierra para sembrar unas plantas en macetas. Escogieron para escarbar el lugar cerca de donde estaba el perro amarrado. Ya habían hecho un pozo de más o menos treinta centímetros de profundidad, cuando encontraron dos cajas de cartón chicas, y dentro de ellas los esqueletos de dos bebés recién nacidos. La sorpresa y el susto fueron grandes para mi hermana y para Margarita la Gorda… ¿qué hacer con lo que habían encontrado? Dejaron todo como estaba, y cuando regresamos de Tampico se le comunicó a mi papá y a mi mamá lo que habían encontrado. Como en ese tiempo no se permitía a los niños estar en las conversaciones de los mayores, no supe nunca en qué terminó todo, pero de lo que sí me acuerdo es que desde que se sacaron los bebés, se acabaron los ruidos, el arrastrar de cadenas, los llantos… todo se acabó, y jamás se volvió a oír nada de eso.
Ahí mismo, en Villagrán, en otra ocasión andábamos muy contentos porque iban a venir a Monterrey a alojarse en nuestra casa mi Abuelita Manuelita y mi Tía Margarita, la Tía Mar, mamá y hermana de mi papá; venían, creo recordar, que de la ciudad de México. Por fin llegó ese día, y las recibimos con mucha alegría y cariño. Por supuesto, ya mi mamá les había preparado recámara para ellas, y en esa misma recámara me acomodaron a mí, que tenía seis o siete años, poniendo una cama de medio barandal, juntándola a la cama donde iban a dormir mi abuelita y mi tía. Se platicó mucho ese día que pasó muy rápido o así lo sentimos nosotros; después de cenar platicamos todavía un rato más antes de irnos a la cama; yo estaba feliz porque iba a dormir con ellas.
En la recámara se había apagado el foco, pero la ventana de la recámara daba al hall y éste daba a la calle donde había un foco, por lo cual la luz exterior penetraba en la recámara alumbrándola un poco. Nos acostamos, y no sé qué hora sería, pero a mí me pareció que ya teníamos muchas horas dormidas, y esto lo anoto porque yo dormía profundamente, con un sueño tranquilo.
Despierto porque sentí que me movían el medio barandal de la cama que estaba a mi izquierda, pues el lado derecho era el que habían juntado a la cama de mi abuelita y de ese lado estaba acostada yo. Volteo hacia la izquierda y veo parado junto al barandal algo que no era ni una persona, ni un fantasma, sino un ser extraño, horrible, con la cara como las de los monstruos que sacan ahora en las películas, y quiero aclarar que en esos años, 32 ó 33, no había películas de terror como ésas. Sus manos horribles puestas sobre el barandal, y cuando volteo yo, él se inclina hacia mí y yo me muevo hacia el lado donde estaba mi abuelita, pero mientras más trataba yo de retirarme, él más se inclinaba hacia mí; cuando extiende su brazo para tocarme o agarrarme, yo brinco a la cama de mi abuelita dando un fuerte grito, al cual despiertan mi abuela y mi tía, y entran mi papá y mi mamá que habían despertado al oír el grito. Prenden el foco y preguntan qué pasó… yo estaba muy asustada y llorando, mi abuelita me tenía en los brazos tratando de calmarme; les platico lo que vi y empezaron a revisar todo, debajo de las camas, detrás de los roperos, cuarto por cuarto, los baños, pero no encontraron nada, el ser extraño había desaparecido. Escribo esto y revivo con angustia esos momentos que jamás olvidaré. Los días que estuvieron mi abuelita y mi tía en la casa, yo dormía en medio de las dos. Todos me decían después que había sido una pesadilla, pero jamás había visto yo un ser así, ni en revistas, ¿cómo podía haber desarrollado esa imagen en mi mente? Yo sé que estaba bien despierta porque brinqué a la cama buscando la protección de mi abuelita. Si hubiera sido una pesadilla, hubiera despertado ahí en mi cama, asustada y jadeante, ¿o no?
Mi mamá tenía una gran colección de anécdotas y sabrosísimos acontecimientos de sus familiares o gente que ella había conocido, y muchas tardes y noches las pasábamos escuchando estos relatos. Voy a contar los que mejor recuerdo.
En nuestra familia hubo muchos generales que destacaron en la Revolución, entre ellos Teodoro Elizondo, Alfredo Elizondo quien llegó a ser Gobernador de Guanajuato y que fue asesinado alevosamente en una emboscada; Manuel Cadena Boone (hermano de mi mamá y al que mataron en la ciudad de México), José V. Elizondo, que murió en combate, Abelardo Elizondo, Ruperto Boone, uno de los Constituyentes que firmaron la Constitución de 1917; algunos eran parientes de mi mamá, y otros eran familiares de mi papá que también se había unido a la Revolución. Mi madre nos platicaba de todos ellos, y nos contó que una ocasión, estando ella en San Buena un buen tiempo pues mi papá andaba en el combate, nace Enrique mi hermano al que llevan a bautizar cuando tenía cuatro o cinco meses; los padrinos eran Agustín Boone tío de mi mamá, y la hermana de él, mi tía Florinda Boone que esttaba casada con el General Santos Dávila quien en esos meses andaba en el campo de batalla. Llegan a la Iglesia mamá con mis tíos a bautizar a Enrique, y terminada la ceremonia se va cada quien para su casa; debo decir que en esos días el pueblo se encontraba tomado por los federales, pero la vida seguía normal.
El cura que había oficiado el bautizo se atraviesa a la plaza a sentarse con unos amigos de los ricos de San Buena lo cual hacía todos los días, y éstos le preguntan por qué se había tardado tanto en llegar, y él les dice que porque estaba en un bautizo “¿A quién bautizaste?” “A un hijito de Manuel Elizondo y Laurentina Cadena” “¿y quiénes fueron los padrinos?” vuelven a preguntar “Agustín Boone y Florinda Boone” contesta el cura, y uno de los que estaban ahí dice “Ella es la esposa de Santos Dávila”, y un federal que estaba en el grupo pregunta que si está seguro de que es la esposa del General Santos Dávila y el otro contesta que sí, que está seguro. De inmediato el federal se va al cuartel a avisar a sus superiores, los cuales ordenan que vaya un grupo de federales a la casa de mis tíos y los lleven al cuartel; así lo hacen y cuando llegan con ellos los sientan y los amarran a unas sillas. A la tía Florinda la empiezan a acosar con preguntas… que si era la esposa de Santos Dávila, que les dijera dónde lo podían encontrar, que les dijera dónde estaba, a lo que la tía les respondió que si querían saber dónde estaba lo fueran a buscar ellos, que ella no sabía dónde estaba, y que si lo supiera no se los iba a decir, y todo eso enojaba más a los federales. El tío Agustín no hablaba, estaba muy nervioso y asustado mientras seguían acosando a la tía y ella entonces les dice “se sienten muy hombre, claro, con una mujer. Si son tan hombres vayan a buscarlo y a verse con él cara a cara, a ver si al verlo siguen siendo tan hombres”.
Alguien que estaba ahí y que conocía a mi abuelo Papá Meno, fue a decirle que tenían detenidos a los tíos, que los tenían amarrados; al momento va mi abuelo al cuartel, se enfrenta con los federales diciéndoles qué cobardes eran al ponerse con una mujer, y les pide que dejen ir a los tíos a su casa; mi abuelo era muy querido y respetado en San Buena, y después de hablar un buen rato, los federales le dicen que si él responde por ellos le permiten que se los lleve, y así sucedió; el pobre tío Agustín hasta enfermó del estómago por el susto.
Pero ahí no acaba esta historia, pues un revolucionario que estaba espiando a los federales se dio cuenta que tenían detenidos a los tíos y la manera en que estaban acosando a la tía Florinda, y de inmediato va a donde se encontraba el General Santos Dávila y le comenta todo. Al día siguiente en la madrugada, como a las 5 de la mañana, el pueblo despierta sorprendido porque empiezan a tocar las campanas de la Iglesia de San Buena, pero más sorprendidos quedaron cuando se enteran de que Santos Dávila había entrado al pueblo cayéndoles por sorpresa a los federales y había tomado la plaza, como se decía. El General luego luego se va a la Iglesia con unos cuantos hombres y sacan al cura a la calle, y teniéndolo enfrente le dice “conque me andaban buscando, curita… pues aquí me tienen, curita chismoso” y el castigo que le puso fue llevárselo a pie hasta Nadadores, que estaba a varios kilómetros de San Buena. Este era uno de los relatos de mi mamá, quien fue testigo de eso.
En la familia de mi mamá había de todo. Ella nos platicaba que tenía un familiar, no sé bien si tía o prima en grado lejano, que era clarividente, y en una ocasión salió Papá Meno en su coche a arreglar un negocio, y al rato llega esta pariente de mamá muy asustada a decirle a mi abuelita que mi abuelo había tenido un accidente, pero mi abuela no le cree, le dice que no puede ser. La mujer repite que mi abuelo había caído del coche y se había lastimado la pierna; no habían pasado ni veinte minutos cuando traen a mi abuelo a la casa lastimado de una pierna, y todo había pasado como lo había dicho la familiar de mamá.
En otra ocasión, un joven que no estaba muy bien de sus facultades mentales salió de su casa y ya tenía como dos días de estar perdido, y entonces fueron con esta familiar de mamá, a preguntarle si podía decirles dónde podría estar y dónde encontrarlo. Ella cerró los ojos un buen rato, y luego les dijo que el joven estaba en un camino saliendo de San Buena, un poco adentro de la orilla, estaba sentado recargado en un árbol y un paliacate amarrado a una rama del mismo árbol, pero que ya no estaba vivo; les dijo en qué camino estaba y se fueron a buscarlo, y efectivamente, a orillas del camino, sentado bajo el árbol y recargado en él, ahí estaba el joven ya muerto y el paliacate amarrado a una rama; probablemente se sintió mal y se sentó bajo el árbol buscando una sombra y amarró el paliacate como señal para ver si lo veían.
Otra familiar de mamá, también retirada, era sonámbula y se levantaba dormida en la noche; su papá decidió amarrarle la punta de una cuerda al pie y él se amarraba el otro extremo de la cuerda a una de sus manos para sentir cuando ella se levantara, porque estiraba la cuerda; se levantaba y la acompañaba para cuidarla mientras ella se ponía a hacer los quehaceres de la casa, sacaba agua de la noria, lo cual era un real peligro de que se fuera a caer en la noria, lo mismo que fuera a quemarse al acercarse a la chimenea; ella hacía todo el almuerzo, tortillas de harina, café, lavaba todo y dejaba la mesa puesta, y ya que acababa se iba a acostar otra vez; en la mañana que se levantaba y veía todo hecho preguntaba que quién lo había hecho, ella no se acordaba de nada, y cuando le decían que ella misma lo había hecho nunca lo creyó. Se preguntarán por qué el papá no la despertaba, pero era creencia entonces y creo que todavía hoy persiste, que no se debía despertar a los sonámbulos porque podían trastornarse de la mente.
Otra conocida de mamá, no sé si era señorita soltera o era casada y ya sin familia, vivía sola y cuando alguien le preguntaba que si no tenía miedo de morir, pues ya estaba grande, ella les contestaba que no. Lo que hizo, previniendo su muerte, fue comprar un ataúd y pidió que se lo llevaran a su casa y lo pusieran en su recámara; los cargadores se quedaron asombrados, pero hicieron lo que les pidió la señora; ella ya tenía escogida la ropa y el vestido con el que quería ser sepultada, así es que cada noche se ponía su ropa, se arreglaba, ponía los cirios uno en cada esquina del ataúd y se acostaba a dormir dentro de él, por si la muerte le llegaba mientras dormía. Así pasó algún tiempo; dormía en el ataúd, despertaba, se levantaba, se cambiaba la ropa y la guardaba y se ponía a hacer sus labores del día, y en la noche la misma ceremonia de preparar su posible funeral, acostarse a dormir en el ataúd. Hasta que un día no la vieron salir, y fueron a su casa y ahí estaba, acostada en el ataúd, pero muerta; había fallecido durante la noche como ella lo había quizá presentido, y no podían hacer ya nada por ella, sólo prendieron los cuatro cirios y la velaron.