II – VACACIONES EN SAN BUENA

Los recuerdos más hermosos de mi vida son las vacaciones grandes de verano que pasábamos en San  Buenaventura, Coah., a la que por cariño llamamos “San Buena” tanto las personas nativas de ese  hermoso pueblito, como las que como yo, que aunque no nacimos ahí, conservamos estas memorias  espléndidas. Fueron días inolvidables pasados en la casa de mis abuelos maternos, Don Epigmenio  Cadena y Libradita Boone, donde vivían también mis tías Trinidad y María de la Luz Cadena Boone,  pues mi mamá y mi tía Ofilia se habían casado hacía ya buen tiempo. 

Todo era bello y casi mágico, desde subir al tren que nos llevaría hasta Frontera, Coah. El viajar en tren  es una experiencia maravillosa para cualquier niño. Son cosas que se quedan grabadas para siempre  en nuestras vidas oír el silbato del tren, el andar por los angostos pasillos, ver al conductor con su  uniforme, su gorra con una pequeña visera que lo hacía parecer soldado francés. Recogía los boletos, y  luego pasaba con una caja que se colgaba al cuello con una banda (parecido todo esto a las cajas que  usaban las muchachas que vendían cigarros en los cabarets) llena de dulces, lonches, cigarros, etc., y  luego volvía a recorrer los pasillos con una tina grande llena de hielo y cervezas y sodas bien  acomodadas. Éramos felices… muy felices… porque podíamos levantarnos y caminar libremente por el  tren, ir al baño, comer o tomar agua si teníamos sed, pues no faltaba nada; recuerdo que al final del  vagón en el que íbamos siempre iban seis u ocho soldados armados para cuidar el tren. 

A pesar de que eran varias horas de camino, el viaje se nos hacía siempre corto. Recuerdo cada parada  del tren en la estación de cada pueblo. Se agolpaban los vendedores: las mujeres ofreciendo tacos o  comida caliente lo mismo que café, y los señores vendiendo artesanías hechas por ellos mismos…  quesos, dulces, juguetes de madera o de cualquier material se hacían llegar a las manos de los  pasajeros que se agrupaban en las ventanillas para comprar recuerdos o comida… todo es inolvidable,  en todo se sentía el folclor nuestro. Cuando el tren se ponía otra vez en marcha, las ventanillas se  quedaban abiertas, y era invariable el regaño de mi madre porque también invariablemente sacábamos  la cabeza por ellas para ver cómo la máquina echaba al aire el humo negro que se elevaba a través del  campo, y el tren mismo que parecía un enorme gusano atravesando los campos y los montes. “Les va a  caer polvo del carbón en los ojos” nos decía mamá, y en algunas ocasiones así sucedía, y llegábamos a  la casa de mis abuelos con los ojos irritados. 

El tren hacía parada en Frontera, Coah., y ahí nos bajábamos. Recuerdo que mi tío Ruperto y mi tía  Florinda tenían un hotel en ese pueblo, era grande, de dos plantas, todo de madera con pisos muy  pulidos; era como los que salen en las películas sobre el viejo oeste norteamericano. El llegar al hotel  era muy bonito, cuando íbamos a San Buena o regresábamos a Monterrey, pues en Frontera teníamos  que bajar del tren para ir a San Buena o tomarlo para regresar a Monterrey; muchas veces comimos ahí  con los tíos, pues el hotel tenía también su restaurante, creo que en años anteriores era o lo manejaban  chinos o ellos mismos fueron los que iniciaron el negocio del hotel; parece que mis tíos duraron nada  más un par de años con ese negocio. 

Mi abuelito, Papá Meno, iba por nosotros en su coche a la estación del tren. Era un camino polvoso, y  tardábamos una hora o más en llegar… pero todo era nomás llegar y comenzaba la algarabía de los  abrazos, los besos, la gritería “pero qué grandes están” (Gloria, Luis y yo), los miles de preguntas a mi  madre. Luego, a pasar al comedor donde ya estaba la mesa dispuesta con la comida caliente, las copas  para el vino, las bandejas llenas de peras, duraznos, ciruelas, chabacanos, membrillos, manzanas,  higos, sandías, melones y no podían faltar las uvas de una enorme parra que mi abuelo tenía. De todo  había en la huerta de mis abuelitos; era nada más de ir a cortar cuando querías comer alguna fruta,  además, había grandísimos y frondosos nogales. Muchas y grandes huertas había en San Buena.

Ese día de la llegada, después de comer dormíamos un rato para descansar (decía mamá) pues se  juntaban la levantada temprano y lo cansado del viaje. Por la noche, y ya que en ese tiempo no había  luz eléctrica, las casas se alumbraban con lámparas de gas y quinqués; fuera de las casas, los patios y  las calles eran alumbrados por una luna preciosa y por el prender y apagar de las luciérnagas que  parecían lluvia de estrellas descendiendo del cielo, bailando en la oscuridad de la noche. Después de  cenar, mi abuela nos reunía para platicarnos leyendas, historias y novelas como aquella que todavía  recuerdo “Los huérfanos de la aldea”. Los relatos narrados por ella eran para nosotros maravillosos  cuentos que nos hacían volar la imaginación hacia lugares desconocidos. Otras noches nos reuníamos  en la mesa de la cocina a jugar Lotería, ese tradicional e imperecedero juego mexicano. Había una  cuota fija con la que cada uno debía de entrar a la jugada, y mi abuela era el banco. Ella recogía el  dinero de todos y nos cambiaba cada centavo por un frijol. Si empezábamos con 20 centavos, teníamos  20 frijoles, y al terminar de jugar nos cambiaba de nuevo por centavos los frijoles que teníamos. Mi  abuela siempre salía poniendo dinero de su bolsillo, pues a veces cogíamos frijoles antes de empezar a  jugar, por eso al final no le salían bien las cuentas, pero nos divertíamos bastante. Ella nos enseñó a  jugar otros juegos de baraja: el animal, el burro, la brisca, el conquián, par y par, y muchos juegos más. 

En ese tiempo mi abuelita fumaba, y siguió haciéndolo toda su vida, pero ella misma hacía sus cigarros.  Tenía unas tijeras especiales para cortar las hojas de tabaco que no sé de dónde provenían, supongo  que las compraba; pero se ponía a picar la hoja hasta que quedaba en pedacitos muy pequeños;  cuando se desgranaba el maíz, ella separaba las hojas de la mazorca y las guardaba, luego, con otras  tijeras cortaba las hojas sacando dos o tres cuadros y los iba juntando y guardando. Con eso hacía sus  cigarros colocando en un cuadrito tabaco ya picado, lo enrollaba como taco y al terminar le torcía las  puntas para que no se saliera el tabaco y quedaba hecho el cigarro de hoja, por eso también le  llamaban “torcer cigarros” a esa maniobra. Mi mamá nos contaba que en el tiempo que ella estuvo en  San Buena durante la Revolución también torcía mucho cigarro para vender. Nosotros algunas veces  participamos con mi abuela en eso, y dizque le ayudábamos a picar tabaco, cortar hojas y hacer sus  cigarros. Mamá Lita era muy paciente con nosotros y nos dejaba hacer todo para que aprendiéramos;  nunca la vi de mal humor o fastidiada de nosotros. Ella hacía pocos cigarros pues le gustaba más ir  haciendo el cigarro que se iba a fumar de inmediato, con una buena taza de café de olla y con eso  iniciaba el día; cargaba siempre en la bolsa de su falda una bolsita de manta que había llenado de  tabaco, y en otra bolsita muy bien acomodados los cuadros de hojas de maíz.  

De las manos nunca ociosas de mi abuela salían verdaderos prodigios. Nos enseñó a bordar, a hacer  deshilados, etc. Ella confeccionaba cosas hermosísimas de costura; deshilaba, hacía tru-tru, marcaba  sus sábanas, fundas, toallas, con una letra preciosa. Marcaba pañuelos, hacía cuellos tejidos para sus  vestidos, hacía dulces deliciosos, turrón, cajeta de membrillo, dulces de leche con nuez, nogadas, frutas  cristalizadas, rollo de nuez con leche quemada, y muchos dulces más. De su deliciosa repostería salían  unas hojarascas que jamás he vuelto a comer iguales, el pan blanco para la comida, molletes,  empanadas de calabaza de camote, y como dije antes, todavía se daba tiempo para picar muy  finamente las hojas de tabaco con unas tijeras para “torcer” en hojas secas de maíz sus cigarrillos que  consumía con delicia mientras nos contaba por las noches aquellas historias maravillosas. Era una gran  mujer mi abuela, y heredó esa grandeza a mi madre. 

Las vacaciones se nos hacían cortas visitando familiares, que eran muchos, además de irnos a jugar a  la huerta, a bañarnos en la acequia chica o de “uso” que pasaba atravesando la huerta, pues la acequia  grande que servía para hacer el riego de la huerta, tenía como unos 4 metros de ancho y uno o uno y  medio de hondo, y teníamos prohibido meternos a bañar en ella; pero decía mi mamá que era tradición  de todos los años que el 24 de junio, día de San Juan, desde las 5 de la mañana empezaba a llegar gente para bañarse en la acequia, y conforme iban pasando las horas se iba llenando la acequia de  bañantes. Otra tradición era cortarse un poco el cabello. No sé si esas dos tradiciones perduren hasta  hoy. 

Mis abuelos tenían grandes labores sembradas de maíz, trigo, frijol, que cultivaban los campesinos  conocidos como ”medieros”: mi abuelito ponía la tierra y la semilla y los labradores su trabajo, y al  recoger la cosecha mi abuelo recibía la mitad de ella y los labradores la otra mitad. Mi abuelo pagaba a  trabajadores por “apalear” los nogales, práctica que consistía en golpear las ramas de los nogales para  hacer caer las nueces. Toda la nuez recogida pertenecía a mis abuelos, por eso los graneros de la casa  estaban llenos de maíz, frijol, trigo, nuez. Parte de esto era vendido y parte se quedaba para uso de la  casa; el trigo se mandaba a los molinos, produciendo una gran cantidad de costales de harina, los  cuales se guardaban. 

Otra cosa que me enseñó Mamá Lita fue a desgranar maíz. Mucho maíz estaba en mazorcas, entonces  con los olotes (el centro duro del elote cuando se le quitan los granos) se formaban unas ruedas,  empezando con tres olotes juntos que se ataban y luego se iban agregando vueltas de olotes que se  iban atando hasta formar una rueda bien apretada como de un medio metro de diámetro, la cual era  atada al final con dos o tres vueltas de una cuerda bien fuerte. Se ponía esa rueda en el regazo con una  de las caras hacia arriba, y sobre ella se tallaba la mazorca de maíz ya seco; los granos se iban  desprendiendo y caían en una manta grande que se colocaba en el suelo. Al terminar, el maíz se ponía  en costales de los cuales unos se vendían y otros se guardaban en el granero. 

Papá Meno fue por varios años Alcalde de San Buenaventura; mi madre platicaba que cuando eran  solteras ella y sus hermanas, vivieron una época de gran comodidad; pertenecían al Casino y ella fue  muchas veces reina de fiestas y corridas de toros. En la casa había sirvientes, mayordomo, doncella  para arreglarles su ropa, su baño, ayudarlas a vestir, etc. En los bailes del Casino, se quedaban hasta  que terminaba la fiesta, pues mi abuelo era el Bastonero (a él le encantaba eso), que era una especie  de director de danzas: con el bastón daba tres o cuatro golpes en el piso para anunciar el vals o la pieza  que iba a ser ejecutada por la orquesta, para que las parejas salieran a bailar Valses, Mazurkas, Polkas  y todos los bailes de ese tiempo. Ellos vivieron la opulencia y gran elegancia de esos años. 

Mi madre era muy bella, y nunca le faltaron serenatas, pretendientes o amigos. Estudió para Maestra y  dedicaba su tiempo a ejercer la enseñanza. Los jóvenes de su tiempo, ella y sus amistades, hacían  lunadas y días de campo en grupos de muchachos y muchachas, pues todos eran conocidos de mis  abuelos y por eso daban su permiso. En unas vacaciones, mi padre va de visita a San Buena a ver a  sus hermanas Margarita, Herlinda, Dolores y Jesusita que trabajaban de maestras en el pueblo. Por  cierto, las tías Margarita y Lola fundaron una de las primeras escuelas de comercio en Monterrey.  

Todos eran primos de mamá, pero ella no conocía a mi papá; al conocerse y tratarse más se  enamoraron y ella acepta ser su novia, cosa que no fue del agrado de Papá Meno, porque ella estaba  muy joven, pues era la hija mayor pero apenas iba a cumplir 18 años. A pesar de la oposición de mi  abuelo el noviazgo se dio; mi padre tenía su trabajo en San Luis Potosí, en las minas, pero le escribía a  mi madre a menudo hermosas cartas que ella guardaba con mucho amor. Faltaban meses para que  cumpliera los 19 años, cuando mi padre fue a pedirla en matrimonio con una comitiva (así se usaba  antes); a mi abuelo seguía sin gustarle que mamá se casara, y le dijo a mi papá que ella no sabía hacer  nada, pues todo le hacían en la casa. Mi papá le contesta que eso no le importaba. Cuando se acercó la  fecha de la boda, mi papá le preguntó a mi abuelo que a quiénes se iba a invitar, y mi abuelo contesta  que a nadie. Pero unos días antes de la fiesta, Papá Meno llama a mi padre y le dice “Va usted a ir casa  por casa a invitar a todos a la boda”, y un día antes de la boda, mi abuelo le ordena que pinte toda la casa, una casa, enorme por cierto. Decía mi mamá que faltando apenas dos horas para que llegara el  juez, mi padre daba los últimos brochazos. 

Así era mi abuelo, de carácter fuerte y con mucha autoridad, (por algo fue alcalde de San Buena varios  años) pero por dentro era bueno, generoso, ayudaba mucho a la gente pues tenía un gran corazón,  lleno de amor para todos; era, como se dice, un pan de Dios. Recuerdo que paseábamos con mi abuelo  por toda la huerta, él ya tenía unos 78 años, y en una ocasión, en uno de esos paseos, Gloria mi  hermana que tenía 6 años y yo de apenas 4 y medio, lo animamos a que brincara el “uso” o canal, y él  aceptó, pero no pudo dar el paso completo del ancho del “uso”, y por más esfuerzos que hicimos mi  hermana y yo no lo pudimos sostener y se nos cayó en medio del “uso”. A los gritos de nosotros, salió  mi abuela que estaba en la cocina haciendo dulces en un gran cazo de cobre, y salieron mi mamá y mis  tías y entre todas ellas lo levantaron y lo llevaron a recostar a su recámara. Un sirviente trajo al doctor  para que atendiera a mi abuelo, y después de examinarlo dijo que todo estaba bien, que sólo había sido  el golpe y el susto; le recomendó reposo durante un día o dos y que luego volvería a checarlo otra vez.  Esa tarde, después de la caída de mi abuelo, todo fue estar llorando y llorando un buen rato acostada al  lado de él; ni siquiera los dulces que estaba haciendo mi abuela y que me daba cuando iban saliendo  me contentaban. Yo me sentía culpable por haberlo hecho atravesar el “uso”. 

Pasó el tiempo, y un día de mayo de 1933 le avisan a mi madre que Papá Meno había enfermado. Al  poco tiempo falleció; tenía 81 años. Nos fuimos a San Buena. Todavía recuerdo la sala, y en medio de  ella el ataúd con el cuerpo de mi abuelo, cuatro cirios prendidos, uno en cada esquina. Si cuando se  cayó mi abuelo al agua lloré inconsolable, ahora más lo hacía; aunque no alcanzaba a comprender bien  el suceso mi corazón se llenaba de algo inexplicable, y bastaba con acercarme a la caja y ver a mi  abuelo con su hermosa y grande barba y su cabello blanco, acostado ahí inmóvil, con sus ojos cerrados  como si estuviera dormido, para ponerme a llorar. Decía mi mamá que yo pedía que me acostaran a su  lado, que quería estar con él como cuando se había caído en el “uso” y como no me lo permitían, me  ponía a llorar con más desconsuelo todavía. 

Por ese tiempo, en los viajes a San Buena ya nos acompañaba mi sobrina Carmen, hija de Amparo, la  mayor de mis hermanas. Como ella trabajaba la mayor parte del tiempo, Carmen que era casi de mi  edad estaba con nosotros en la casa de mis padres. El día de la muerte de mi abuelo nos mandaron a  Gloria mi hermana, a Carmen y a mí a jugar a la huerta. Mi abuela había “echado” (así se decía) una  gallina con cierto número de huevos, de los cuales ya habían nacido los pollitos; nos pusimos a jugar al  tren y las paradas que hacía en cada pueblito. Carmen cogía una piedra y con ella aplastaba al pollito, y luego los envolvía en hojas de higuera para venderlos como tacos. La matazón de pollos fue grande.  Alguien le fue a avisar a mi abuelita y ya se imaginarán cómo nos fue. El llanto por la muerte de mi  abuelo se continuó con el llanto por la buena reprimenda que nos dieron. 

Seguimos yendo a San Buena, aunque ahora ya nadie iba por nosotros a Frontera en el coche de mi  abuelo; todo era igual, sólo hacía falta la presencia de Papá Meno; el coche estaba guardado en el patio  grande de la casa y después jugábamos dentro de él. Las idas a San Buena eran dos o tres veces al  año, o a veces más… siempre viajando en el tren. Evoco esos años con nostalgia, pero impregnados de  dulzura, felicidad, como cuentos o sueños dorados de mi niñez. Tan es así, que aún ahora y sé que  siempre, al escuchar el silbato del tren, se estremece mi corazón y mis pensamientos vuelan hacia esos  tiempos inolvidables.

III- TERCERA PARTE