Pasaron los años, y en Monterrey la vida seguía su curso. Amparo trabajando, Juan Manuel metido en la política, Héctor a sus 18 años aferrado a casarse a pesar de que mis padres se oponían; un mal día se fue de la casa y en compañía de un amigo salieron de la ciudad. En todo ese tiempo mi madre estaba siempre triste y preocupada por no saber de él, pero cierto día un tío del amigo de mi hermano les avisó a mis padres que había recibido carta del sobrino pidiéndole dinero; la carta procedía de Ciudad Victoria, Tamaulipas. Mi padre seguía trabajando en el Penal, enfrente de la Alameda, y al saber lo anterior mandó a la policía de Cd. Victoria unos exhortos y fotografías de mi hermano y de su amigo, a fin de que si los veían los detuvieran y le avisaran a él. Pasaron uno o dos días y mi padre recibió contestación de que ya los tenían detenidos. Mi madre y mi hermana Elena fueron en tren a traerlos; los encontraron todos sucios, con la ropa en parte hecha jirones, y la policía de allá le comentó a mi mamá que ya tenían días de estarlos vigilando, pues su forma de vestir, el andar de vagos y dormir en las bancas de la plaza los hacían sospechosos, por eso al recibir el aviso de mi papá luego luego los detuvieron.
Mi madre los sacó de ahí, les compró ropa, se fueron al hotel, se bañaron, se cambiaron de ropa, luego se fueron a comer y después… de regreso a Monterrey. Mi hermano Héctor les platicó que se habían ido de Monterrey como polizones en un tren de carga, y como a las dos horas el tren se había descarrilado y al sentir que el vagón en el que viajaban se iba de lado, ellos saltaron rodando por tierra y la yerba, de ahí que trajeran la ropa rota y sucia… era de noche, todo estaba oscuro, no se veía nada, no sabían dónde se encontraban; caminaron un buen rato antes de ver una luz, y hacia allá se dirigieron llegando a un jacalito dentro del cual estaba un anciano que los recibió muy bien, dándoles posada por esa noche y para esperar a que amaneciera. Cuando le platicaron lo que les había pasado en el tren y que se habían ido de sus casas les dio muchos consejos, les dijo que regresaran a sus casas y muchas cosas más; se acostaron en unos petates en el suelo, quedándose profundamente dormidos. Cuando despertaron, se encontraron solos, ni petates, ni anciano ni lámpara o quinqué… donde antes hubiera estado la luz del jacal, era un jacal abandonado, cayéndose y solitario en el monte; saliendo de ahí caminaron un buen rato y llegaron al mismo lugar del descarrilamiento, donde ya andaban hombres reparando las vías y levantando los vagones; ellos se ofrecieron a ayudarles lo que les valió el viaje a Ciudad Victoria. Cuando escuchamos eso, mi mamá les dijo que fue Dios el que estuvo con ellos esa noche y los llevó de nuevo al lugar donde se descarriló el tren para tener en qué regresarse.
No obstante, mi hermano seguía terco en casarse. Alguna razón poderosa debe haberles expuesto a mis padres cuando platicaron con él, porque ellos aceptaron el casamiento. La boda fue en el Café Centro Alameda, salón grande que se rentaba para bodas y fiestas, ubicado precisamente dentro de la Alameda, por eso su nombre era Café Centro Alameda. La fiesta estaba muy bonita, cuando de repente la novia se puso mal y tuvieron que llevársela a su casa.
En la esquina de la calle donde vivíamos, Villagrán y 15 de Mayo, estaba un solar grande y vacío en el cual una vez al año, y a veces dos, se ponía un circo del que no recuerdo el nombre. Cuando se iba a instalar, toda la chiquillada corríamos a la esquina para presenciar el proceso completo de convertir un lote baldío en un castillo de magia e ilusión, desde que extendían la gran lona para la carpa. En una ocasión, no recuerdo si era el año 33 ó 34, el payaso y creo que dueño del circo, el Payaso Chayito, nos pidió prestado un martillo para clavar las estacas que sostenían las cuerdas para amarrar la carpa, ofreciéndonos la entrada gratis a la función de la noche. Mi hermana Gloria corrió de inmediato a la casa por el martillo y yo me quedé sentada en el suelo observando todo lo que hacían. Cuando terminaron de usar el martillo, Chayito se lo da a Gloria para que lo regrese a la casa, pero ella me lo pasa a mí y me dice “llévalo tú”. Y le contesto “la que lo trajo fuiste tú y la que va a entrar gratis al circo en la noche serás tú” Y Gloria dice “Es que si no vas y lo dejas te doy un martillazo en la cabeza” “Pues dámelo, pero no voy” contesto. Al momento siguiente sentí el golpe en la cabeza y un gran chichón me apareció en ella; me fui corriendo a la casa y mamá me preguntó “”¿Qué te pasó?” Le platiqué todo y me curaron. Cuando llegó mi papá, la regañada fue para las dos, y nos dijo que no teníamos necesidad de hacer eso para entrar al circo, por lo que nos castigó por tres días sin ir al circo, ni a la Alameda a jugar ni darnos dinero.
Las idas a San Buena siguieron haciéndose siempre que había oportunidad o motivo o ambos. Fuimos a la boda de mi tía Trinidad (Trine) que había venido a Monterrey a comprar su ajuar de novia y se había quedado en la casa unas dos semanas con nosotros. En la casa siempre había gente hospedándose, pues toda la familia de mi madre fueran tíos, primos, hermanas, todos llegaban a la casa, igual que personas de San Buena aunque no fueran familiares pero sí muy queridos por mis padres y a quienes recuerdo con mucho afecto: Juanita Neira, Carlotita Menchaca, Carmen García, mis tíos Clemente Gutiérrez y mi tía Aurelia, mi tío Jesús Gutiérrez y mi tía Elodia, mi tío Guadalupe Gutiérrez y mi tía Rosa, mi tío Ruperto Boone y mi tía Florinda y muchos familiares y amigos más. Recuerdo cuando mi tío Alfonso, hijo del tío Clemente, venía enfermo y aun siendo doctor buscaba la opinión de otros médicos. Después de hacerle estudios le diagnostican que tenía cáncer y se dio una descorazonada tremenda; mi mamá le daba ánimos, pero él le decía “Mira, Güenta, yo sé lo que es esa enfermedad y sé que de esto no voy a salir; soy médico y sé lo que es esto”. A la semana se regresó a San Buena donde al poco tiempo falleció. Por parte de mi papá también llegaban a la casa mi tía Herlinda, mi tía Lola, primos por parte de mi papá; como decía, en la casa siempre había gente y yo creo que esa vocación hospitalaria la heredamos de mi madre, pues en mi casa siempre es bien recibido y tratado el que viene a ella.
Años después fuimos a San Buena a la boda de mi tía María, hermana de mi mamá. Ya estábamos más grandecitos Gloria, Carmen, Luis y yo, y la pasábamos muy bien con los primos que teníamos allá y con los que nos juntábamos: Héctor, Lidya y Armando, hijos de mis tíos Jesús y Elodia; Licha Gutiérrez que era prima de mis primos; Victoria (Toya), Ramiro, Horacio y Lupita, hijos de mis tíos Lupe Gutiérrez y Rosa, todos nietos de mi tío Clemente y mi tía Aurelia, hermana de mi abuela Libradita. También visitábamos a mis tíos Marcelo y Tere Cadena, a mi tío Ruperto Boone, hermano de mi abuela, y a mi tía Florinda su esposa con los hijos de ellos Mague, María, Carlos y Ofelia. Formábamos una gran familia y por eso las vacaciones se hacían más bonitas en San Buena, pues teníamos mucho, mucho en qué pasar esos días.
En 1934, mi padre había comprado en la colonia Nuevo Repueblo, al lado sur del río Santa Catarina, un terreno grande de más de un cuarto de manzana, y ahí se había construido una casa pequeña con tres cuartos grandes, y en lo demás se sembraron sandías, chayotes, naranjos, higueras y granados; los domingos por la tarde íbamos a esa casa que era como de campo y no había luz ni gas, pero tenía agua porque mi papá había mandado hacer una noria. Nos alumbrábamos con lámpara y mi madre cocinaba en una estufa de leña. Los terrenos frente a la casa estaban solos, y nada más había que una casa terminada en una esquina, y otra que estaban construyendo en la otra esquina. Lo demás era puro monte, y como a 8 ó 10 cuadras de la casa pasaba un camión que iba para el centro de la ciudad. A esa casa se viene a vivir mi hermano Héctor con su esposa, mientras él encontraba trabajo.
A principios del año 37 mi papá se queda sin trabajo por cambio de gobierno, y la solución fue irnos a vivir a la casa de la Nuevo Repueblo; para entonces Héctor ya vivía en otra casa. Fue un cambio tan radical en nuestras vidas, sobre todo en lo económico, aunque a mi mamá le afecto en lo demás también, pues de tener dos o tres sirvientas se había quedado sin ninguna. Ni el carro nos quedó. Tener que cocinar en estufa de leña, y como dije antes, no había luz ni gas, por consecuencia no había refrigerador, el agua había que sacarla de la noria, se planchaba con planchas de carbón, alumbrarnos con lámparas, y alrededor de la casa puro monte del que salían cualquier cantidad de alimañas: tarántulas, ciempiés, alacranes, etc.
Cuando nos cambiamos a la Nuevo Repueblo, Gloria y yo íbamos a medio año en la escuela “Fernández de Lizardi”, yo terminando el cuarto año. Teníamos que ir a tomar el camión a unas 8 o 10 cuadras y nos dejaba cerca de la escuela. Mi mamá nos hacía lonche para la comida, el cual íbamos a calentar a casa de Doña Rebeca, una antigua vecina de cuando vivíamos en la casa de Villagrán, y ahí comíamos: regresábamos a la escuela, pues en ese tiempo las clases eran mañana y tarde, y al salir en la tarde de la escuela tomábamos el camión para regresar a la casa. Gloria, Luis y yo nos acostumbramos pronto al cambio de casa. Era el mes de abril de 1937 y ya estaba por terminarse el año escolar.
Mi padre salía todos los días a traer el sustento de la casa. Mi hermana Elena empezó a visitar las casas más cercanas, pues para entonces ya se iba poblando más, para ofrecerles ropa y zapatos que ella vendía los cuales le podían pagar en abonos por semana. El señor Alfonso Alanís, al que cariñosamente le decían “el jorobadito”, era dueño de una gran tienda llamada “El Porvenir”, que estaba creo por Padre Mier o en Morelos con Juárez; en esa tienda compraba Elena su ropa, y le pidió al Sr. Alanís crédito para lo que le pidieran o encargaran sus clientes y ella se lo pagaría en plazos. Don Alfonso le dijo que podía llevar todo lo que necesitara, y así empezó mi hermana, que era muy luchista, a comprar y vender, y parte de lo que ganaba era para ayudar al gasto de la casa. Nosotros, al fin niños y sin saber de apuros, nos entreteníamos en muchas cosas, correr, jugar a la pelota o a las canicas pues había mucho espacio para hacerlo.
Cuando mi papá no salía, nos llevaba al Arroyo Seco, bastante retirado de la casa, más aún porque todo era puro monte y teníamos que ir por veredas; el arroyo estaba al pie de la Loma Larga por el lado sur, y rodeaba también el cerro de la Campana. Al llegar al arroyo, mi papá se dedicaba a buscar nopales, luego los limpiaba de espinas a la orilla de la corriente de agua para cuidarnos mientras nosotros la pasábamos muy contentos bañándonos, jugando en el agua, o juntando piedras del arroyo; cuando acababa de limpiar todos los nopales, mi papá cortaba una rama de granjeno y la limpiaba, luego iba ensartando en ella los nopales uno por uno. Se cargaba la vara al hombro y nos llevaba de regreso a la casa; mi padre nos decía “Son ustedes muy buenos soldados, pues caminan mucho y aguantan todo sin quejarse”. Por eso salimos buenos para caminar. Él era Teniente Coronel y había participado en la Revolución al lado de Don Venustiano Carranza; al llegar a la casa mi madre hacía la sopa y preparaba los nopales para la comida.
Creo que dadas las circunstancias, fuimos unos niños considerados y comprensivos, conformes con lo que nos daban, pues a pesar de haber tenido mucho, casi todo, no exigíamos a nuestros padres y hermanos mayores nada, a pesar del cambio tan brusco en la situación económica. Yo era feliz. Esos años convivimos más con mi papá; como digo antes, íbamos con él muy seguido al Arroyo Seco, y ahí él cortaba carrizo que se daba en la orilla del arroyo, y lo traíamos a la casa donde se dejaba secar; después con ese carrizo y papel de china de colores vivos mi papá nos hacía papalotes que salíamos a volar en febrero o marzo, y en septiembre nos fabricaba banderas que luego poníamos fuera de la casa para celebrar las fiestas patrias. No había dinero para comprarnos juguetes, pero eso no era dificultad para la creatividad de mi padre: a una caja de cartón de zapatos le hacía recortes en los lados formando cuadrados, triángulos o círculos, dejando unos huecos que luego tapaba con papel celofán de colores, amarillo, rojo, verde, azul, pegados por dentro de la caja con engrudo. Por fuera sólo se veían las figuras del celofán transparente. Dentro de la caja se colocaba una vela, y luego se colocaba encima de la caja la tapa a la que se le había hecho un resaque para que saliera el humo de la vela, la cual no se apagaba porque no le entraba mucho aire. Ese ingenioso juguete se llamaba “el vagón del tren”, se le amarraba luego un cordón para arrastrarlo en la noche por las banquetas de la calle que estaba a oscuras, y lo único que se veía eran las preciosas ventanitas de colores iluminadas.
Uno de esos días en que mi papá sale al centro, se encuentra con un amigo que había andado con él en la Revolución. Se llamaba Don Toño y vivía en una posición más o menos desahogada pues tenía una carnicería; al comentarle mi padre la situación en que estábamos, le dijo a mi papá “mande todos los días al negocio a alguien a llevar la carne que necesite”. Mi padre se lo agradeció mucho y aceptó la bondadosa oferta, por lo cual no todos los días, pero sí seguido, Gloria y yo, a veces acompañadas por Luis, íbamos a la carnicería que estaba en Castelar y Querétaro, lo que nos quedaba bastante lejos, unas 15 cuadras, pues nosotros vivíamos en 2 de Abril con Tepic. Para ese año, 1938, ya estaba yo en quinto año de la escuela, y Gloria en cuarto, en la Escuela “Abelardo L. Rodríguez” en la colonia Independencia, por lo que a veces en la tarde, al salir de la escuela nos pasábamos a recoger la carne. Gloria había perdido un año, porque cuando estaba en Tercero se enfermó de fiebre tifoidea.
En ese tiempo, creo que el alcalde duraba dos años en el poder, por eso al cambio de alcalde llaman a mi papá para que vuelva a ocupar el cargo o trabajo que tenía como Comisario de Policía, y la situación económica en la casa empezó a componerse. Mi papá sugirió a mi mamá cambiarnos otra vez al centro, pero ella ya no quiso moverse y aquí nos quedamos, en la Nuevo Repueblo. “Mejor, dijo mi mamá, agrandamos la casa y le ponemos unos cuartos más”. Se empezó a construir con sillar, aquellos grandes bloques de piedra amarilla que eran tan usados entonces. Mi mamá le pidió prestado dinero a mi tía Trine, pues mi papá apenas había vuelto a trabajar. Mi tía Trine presta el dinero y se sigue trabajando en la construcción, que tenía un techo de grandes vigas, al estilo antiguo; ya sólo faltaba colocar las puertas y ventanas, y ponerle el piso para que estuviera terminada. Eran los meses de muchas lluvias; una noche empezaron a sentirse rachas de un viento fuerte que luego se convirtió en un ciclón o huracán espantoso. Llovió durante muchas horas y se creció el río Santa Catarina. Desde la casa que estaba a unas siete cuadras del río se oía el pavoroso ruido del río embravecido que arrastraba a su paso gentes, animales, tejabanes de madera y muebles. Todavía, a pesar del tiempo transcurrido, puedo recordar los gritos de las gentes pidiendo auxilio en una noche que jamás olvidaré; nadie pudo dormir, pasamos la noche en vela ansiando que amaneciera, porque aunque ya teníamos luz eléctrica en la casa, afuera en la calle no había, y todo era oscuridad y zumbar del viento alrededor.
Nada más amanecer, y mi papá sale a ver si no se había metido agua por los huecos de las puertas y ventanas de la construcción. Entra en ella, y de repente mi mamá, que lo miraba por la ventana de la cocina le grita “Salte pronto, Manuel”, pues ella alcanzó a ver cómo el techo se doblaba y empezaba a caer hacia dentro. De un brinco salió mi papá de ahí, y al momento todo se derrumbó. Gracias a Dios no le había pasado nada a mi padre, pero mi madre se hundió en la tristeza y el llanto inconsolable, por lo que se había perdido; todo quedó en ruinas, y tuvieron que tumbar las pocas paredes que habían quedado porque eran un peligro si llegaban a caer. Ya de día, como a las 8 de la mañana, fuimos a ver el río; la calle por donde íbamos era un puro lodazal, pero llegamos. ¡Qué cosa más impresionante! Yo tenía 11 años y se me grabó en la mente la imagen; el río embravecido, de lado a lado, se había llevado casas que estaban ubicadas en sus orillas. En el agua se veían roperos, castañas, camas, colchones, personas, animales, perros, vacas, caballos, marranos, de todo llevaba la corriente. Fue una cosa fea, muy fea; quedamos incomunicados del lado norte de Monterrey las colonias Independencia y la Nuevo Repueblo y todos al sur del río. En esa fecha mis padres tenían un pequeño comercio, un tendajo como se les conocía entonces, por lo cual no tuvimos escasez de comida en esos días: mucha sopa, huevos, frijoles, tortillas de harina, y carne por supuesto, pues Don Toño también vivía en la Independencia.
Empezaba yo mi sexto año escolar, cuando mi mamá cae en cama. Se le había hecho una lesión en el pulmón por tanto trabajo y esfuerzo para realizarlo: cocinar con leña y sacar agua de la noria eran trabajos a los que no estaba acostumbrada. Para entonces aquel estudiante de medicina, vecino de la casa, era ya el Doctor Dante Decanini Flores, nuestro bueno y querido médico para toda la familia, y él la atendió; le recomendó mucho reposo, comer muy bien y tomar sus medicinas, pero nada, nada de trabajo, tenía que estar solamente acostada. Mi hermana Elena era la encargada de atenderla en todo, y cuidar también de nosotros; ella era y fue nuestra segunda madre; a partir de ahí, ella se encargó de todo en lo que respecta al aseo de la casa, encargos, pagar recibos, etc. Aunque mi madre se alivió completamente, ella se encargaba ya nada más de hacer la comida, en el almuerzo y a veces en la comida le ayudaba mi papá, y Elena le ayudaba con la cena. Se le pagaba todos los días a un joven que vivía cerca de la casa para que viniera a sacar el agua requerida para el uso diario de la casa como era el baño personal, el aseo de la casa, lavado de la ropa, de trastes, etc.
Elena mi hermana seguía soltera, y la razón de ello era que cuando vivíamos por Villagrán, en el año 35 hizo un viaje de vacaciones a Tampico, y en el tren conoce a conoce a un joven militar que estaba destacado ahí en Tampico. En esos días que ella estuvo allí se trataron, platicaron e hicieron una gran amistad. Antes de regresar a Monterrey, Elena le deja la dirección de la casa y él le escribía entonces seguido; a las pocas semanas se hicieron novios. Se seguían escribiendo y él venía frecuentemente a Monterrey sólo a verla. Elena lo quería mucho, estaba muy enamorada de él, y habían planeado casarse. Pasó cerca de un año, y un día llega Amparo mi hermana y buscando a Elena le dice: “¿Ya viste el periódico?” Elena le contesta que no. “Pues mira lo que dice” Y leyendo el periódico se entera de que su novio había muerto en una misión que le habían encomendado. Es de imaginarse cómo Elena recibió la noticia y cómo le afectó, pues lo quería muchísimo. Tuvo que pasar un buen tiempo antes de que se recuperara, volviera a ser alegre y salir a pasearse en su coche. No quería saber nada de nada ni de nadie, y a partir de ahí no quiso ya tener novio, aunque tuvo muchos pretendientes a los que sólo quiso tratar como amigos nada más.
Ella se dedicó a atender la casa, a mis padres y a nosotros; ya empezaba a salir, a pasearse y a viajar. Como decía antes, siempre fue muy luchista, y recuerdo que viviendo nosotros por Villagrán, Amparo y ella compraron una máquina portátil para hacer permanentes en el pelo, un velicito muy bonito donde venía todo el equipo necesario y en la casa empezaron a hacer permanentes practicando con nosotros. El equipo era para hacer permanentes en caliente, conectando la dichosa máquina a la luz. Empezaron conmigo y todo iba muy bien. Me colocaron los rizadores, y luego me pusieron en cada rizo un capuchón que la máquina tenía, y luego lo conectaron a la electricidad. Tenía su control de tiempo para saber cuándo estaba hecho el permanente, pero sucedió que dos de los rizos de abajo, los que estaban exactamente en la nuca, se habían caído un poco, y no se dieron cuenta hasta que les dije que me estaban quemando, entonces apagaron la máquina y empezaron a quitarme todo. El permanente me quedó muy bonito, pero yo anduve como unos 15 días con mis quemadas hasta que sané de ellas, pero las cicatrices me quedaron para siempre. Unas dos semanas después le tocó a Gloria ser parte de la práctica, y ya con la experiencia tenida conmigo estuvieron vigilando; pero Gloria empezó a decir que la estaban quemando; mi papá que estaba ahí en ese momento les dijo “Quítenle todo ese mugrero” y así lo hicieron mis hermanas. A pesar de todo, el permanente de Gloria quedó muy bonito también.
Ya con más experiencia, Amparo y Elena cargaron con la máquina hasta San Buena, y estuvieron en casa de mi abuelita Libradita haciendo cualquier cantidad de permanentes a las mujeres del pueblo. Les fue muy bien, estuvieron como mes y medio y se regresaron a Monterrey. Siguieron con ello en la casa un buen tiempo, pero luego Amparo empezó a trabajar y Elena siguió atendiendo lo relacionado a la casa. Teníamos hasta tres sirvientas, como lo dije antes, pero ella manejaba todo. Yo amigas aquí en la colonia no tenía, conocidos todos, pues en aquel tiempo nos conocíamos todos los vecinos de hasta siete u ocho cuadras a la redonda. En el barrio nos conocían por nuestros nombres, pero para identificarnos mejor nos decían “Las muchachas de la casa blanca”, porque nuestra casa siempre estuvo pintada de blanco.
LA ESCUELA SECUNDARIA
Salgo de primaria en junio de 1939 y en septiembre del mismo año entro a la Secundaria Número Uno, yo creo que sólo había esa en aquel entonces. Estaba ubicada en Manuel María de Llano, entre Juárez y Colegio Civil. No es de creerse ahora, pero en esa fecha, y estando la Secundaria en el mero centro, la calle de M. M. de Llano frente a la escuela, estaba sin pavimentar. Al iniciar las clases en primero de Secundaria tuve una gran alegría, pues algunas de las estudiantes que estaban ahora conmigo en la clase, habían sido mis compañeras, unas de primero a cuarto grados en la Escuela “Fernández de Lizardi” , y otras habían salido conmigo de sexto año en la Escuela “Abelardo L. Rodríguez”. A mí el deporte me gustaba mucho entonces, y me sigue gustando ahora. Como en sexto año de primaria había participado en Voleibol, pasé a formar parte del equipo también en Secundaria.
Han pasado los años, pero en mi mente y en mi corazón están siempre mis maestros muy queridos y recordados de esos años de Secundaria, en especial Guadalupe Moreno (Historia), Elvira Maldonado (maestra de planta), Antonio Garza y Garza (Historia General), Antonio Santos (Educación Física), Pedro Villanueva (Pequeñas industrias), Armando Villarreal, compositor de la inmortal canción regiomontana “Morenita Mía” (Música), Benito Flores (Francés, que en ese tiempo era el segundo idioma obligado en la Secundaria) Antonio Decanini (Modelado artístico) Gloria mi hermana terminó la primaria y entró a estudiar Comercio en el Colegio de los Profesores Héctor y Mariano Santos que estaba en la esquina de Juárez y Espinosa y pegaba con la Secundaria, por lo que estábamos cerca las dos.
Por esos años se vienen a vivir a Monterrey mi tío Ruperto Boone con mi tía Florinda y sus hijos María, Ofelia y Carlos, pues Mague su otra hija ya se había casado. Se encargaban de cuidar una casa de campo allá en El Realito, construcción de madera, con dos pisos, estilo americano, grande y bonita, y con una gran extensión de terreno que llegaba al pie del Cerro de la Silla y hasta la orilla del río del mismo nombre; tenía también una pileta grande, a un lado de la casa; a veces Elena y yo íbamos a pasar el fin de semana allá con ellos. Era un lugar pacífico, bello y muy fresco, y con la compañía de los primos María, Ofelia y Carlos, así como con los tíos, la pasábamos muy bien.
Y aquí voy a contar dos anécdotas que parecen dar a entender que los miembros de nuestra familia tenían vocación para presenciar cosas raras, extraordinarias. Cuando nos quedábamos en esa casa, Elena y yo dormíamos en la planta de arriba con las primas María y Ofelia, y mis tíos dormían abajo al igual que Carlos. A nosotros siempre se nos pasaban las horas platicando; una ocasión, cerca de las doce de la noche, se oye sonar un reloj de esos que marcaban las horas con igual número de campanadas, o sea, once campanadas para las once del día o de la noche; pues esa noche sonó doce campanadas, lo cual no hubiera tenido nada de extraordinario si el reloj hubiera estado trabajando, pero María nos comentó muy asustada que ese reloj tenía años de estar descompuesto y sin sonar. En la mañana que nos levantamos ese fue el tema y comentarios del desayuno y buena parte del día.
Carlos montaba muy bien a caballo, y cuando lo hacía se veía con un gran porte y elegancia que parecía que le habían enseñado desde niño a montar a caballo, y en su cara siempre la sonrisa; era muy varonil y apuesto, como corresponde a un “Boone”. Como les decía antes, mis padres tenían un pequeño comercio y Carlos venía desde El Realito a la casa a llevar mandado. Una tarde, de regreso a su casa y al llegar a la pileta, el caballo se para de manos y casi lo tumba, pero él pudo dominarlo y al bajar al caballo y voltear a ver qué era lo que lo había asustado, como a unos ocho metros de donde él estaba, ve a una mujer cubierta de la cabeza y pensó “se anda robando la leña”; entonces camina hacia ella y la mujer empieza a retirarse mientras él no deja de verla y la sigue, pero a los pocos metros se le desaparece. Volteó a todos lados y no la volvió a ver. A María también le había tocado ver esa figura, mujer o lo que fuera. Otros días, pasaba que tocaban a la puerta de la casa y al abrir no había nadie, y no había siquiera lugar para esconderse pues la casa estaba en medio del terreno que era bastante grande.
De El Realito, mis tíos se cambiaron para acá, a la Nuevo Repueblo, por la calle de Hilario Martínez a media cuadra de 2 de Abril; vivían ahora más cerca de la casa y nos frecuentábamos más. Mi tío Ruperto, hermano de abuela Libradita, era un hermoso viejo bonachón, puro amor. Había participado en la Revolución al lado de Don Venustiano Carranza y fue de los firmantes del Plan de Guadalupe que desconocía a Victoriano Huerta como presidente. Su plática era siempre muy amena, y nos embelesaba con sus pláticas, sus dichos y bromas; recuerdo que me decía “Ay, Dolores. Nomás te miro y me dan temblores”. Lo recuerdo siempre con mucho cariño y amor.
En ese mismo año de 1939 se casó mi hermano Juan Manuel con Graciela Decanini y en noviembre nace su primer bebé. Al tiempo, Juan entró a trabajar en la Fundidora de Fierro y Acero Monterrey, y a partir de ahí empieza en firme su carrera en la política nacional.